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En el libro encontraremos los siguientes títulos:
- La sorpresa
- La mujer de los jueves no habla
- Otro amor, otros celos
- ¿Sos vos, César?
- El espectáculo más grande el mundo
- Mantis Religiosa
- No podía dejar de verte(Es "La chicharra del timbre...)
- Los peculiares orgasmos de un ex un empleado de Teléfónica"
- La gran sorpresa
- Mira las largas uñas de la Mujer
- Está bien que los agarren y los maten
“Amor sin palabras”
Mediados de 1959. No recuerdo bien el mes; pero sí
tengo presente en la memoria que hacía frío. Junio, o julio tal vez. Trabajaba
en un bar lácteo, propiedad de mi padre. Avenida Rivadavia; a dos cuadras de la
estación Haedo.
Ella venía todos los días a comprar. Casi siempre lo
mismo: dos botellas de leche, un pan
de manteca y cada tanto, un pote de dulce de leche.
Pronto me di cuenta que era tímida. Para mi gusto,
demasiado. Y para colmo, vergonzosa. Tímida y vergonzosa; je, parecen sinónimos
pero no lo son.
Siempre hablaba yo. Intrascendencias. Que frío hace hoy. ¿Tenés hermanos? Hoy vino
congelada la leche. ¿Estudías, vos? Y ella nada. Una sonrisa a boca
cerrada; a veces, a boca abierta; la cabeza ladeada; los ojos como dos persianas
a medio abrir, pero siempre con las manos en movimiento, asiendo las botellas,
dándoles vuelta, golpeándolas entre sí mientras trataba de introducirlas en una
bolsa de red de boca angosta.
Transcurrió un mes sin
pena ni gloria. Tiempo durante el cual la había visto sin mirarla.
Invariablemente, a las cinco y media, seis menos cuarto de la tarde. Hasta que
un día, pasó (Lo de mirarla, digo).
Recuerdo que por entonces, tenía la costumbre evaluar
a las mujeres, de acuerdo a la primera impresión al cruzarme con ellas.
Calificaba según las reglas del truco:
el culo era el as de espadas; el ancho de
bastos para unas caderas firmes; el siete
bravo, un buen par de tetas; el de oros, unas buenas piernas. Los tres en general, eran los ojos; los dos, asignados a labios sensuales, y los
anchos, la cabellera. El resto del
mazo, valía sólo medio punto y la mina lo ligaba según las pilchas que
llevaba. Con respecto al puntaje-siempre del uno al diez- también tenía
parámetros especiales: el culo valía
tres puntos, las caderas, dos, las piernas y las tetas, un punto, y medio punto
para el resto de sus atributos físicos.
¿Respecto a cómo era? Bien, gracias. De entrada me di
cuenta que si quería evaluar de manera práctica, debería renunciar a qué tipo
de pensamientos y sentimientos la dominaban.
Además, calificaba en cualquier territorio: en la calle,
en el tren, a la entrada de un cine, en
un hospital; todo tipo de entorno era bueno para admirar la figura femenina. ¿Cómo pensar en sopesar
cuestiones espirituales, siendo que yo tenía una fijación por los atributos
físicos? Por otra parte, las hembras se me venían de frente o las junaba de atrás. ¿Qué podía saber de las
otras condiciones, cuándo ni siquiera
cruzaba una palabra con ellas? (por supuesto que si esto se daba, comenzaba un
flirteo y sólo así podía hilar más fino).
Con la práctica, había adquirido una pasmosa
eficiencia.
Cuento esto para que entiendan que a la tímida y
vergonzosa, la había calificado el primer día con un discreto puntaje total de
seis puntos; o sea, discreto, discreto; tal vez por eso la descarté de entrada como para una aventura amorosa más.
Pero un día las cosas cambiaron. De pronto me di
cuenta que había comenzado a observarla de otra manera(o tal vez lo hacía desde
tiempo atrás y yo no me había dado
cuenta).
Ya se sabe:
lo que no hace la indiferencia, termina haciéndolo la lujuria en trance
imaginativo; así fue como los seis puntos originarios se convirtieron en ocho: las formas del culo aparecían más
redondas, y las tetas, de un escuálido 75, yo las imaginaba de pronto rondando
los 100 ó 110, tamaño de corpiño.
Por aquel entonces-18 años recién cumplidos- yo era un
macho en celo permanente y cualquier
animal del sexo opuesto- sin importar forma ni tamaño; ni viudas, ni solteras, ni casadas, como reza el tango- me venía
bien para ejercitar mi equivocada hombría de entonces(ya se sabe, muchos
confunden el machismo con hombría). El caso es que -pese a mi juventud- yo me
había dado cuenta que había empezado a crecer en mí un morboso deseo: quería voltearme la minita, con
el confesado propósito de ver si era capaz de arrancarle una palabra, ¡una maldita
palabra de amor en el momento del orgasmo! Me decía: será tímida o vergonzosa,
pero no hay mujer que en el momento de acabar, pueda resistirse al grito generado
por la calentura. Tal vez demasiada
madurez de pensamiento para mi edad. Pero siempre dije que los pensamientos no
suelen estar en consonancia con los tiempos cronológicos. Conceptos y
sentimientos son hijos de la experiencia de cada uno. Bien pendejo, ya me había dado cuenta que la edad no es garantía de
experiencia ni sabiduría.
Claro que aquella época no era como ahora, que te
encaran ellas sin ningún tipo de hipocresía. Antes había que jugarla un poco de
novio, y más de una vez uno quedaba pagando.
Fue cuando me dije que era el momento de comenzar la
tarea de “ablande” psicológico.
“Mañana me
gustaría que vinieras un poquito más tarde, ¿sí...? Y que cuándo salgas, me
esperes a la vuelta, por Las Bases… a unas
dos cuadras de Rivadavia. Prometo que no voy a hacerte esperar más de un par de
minutos".
Me miró-tuve la impresión que su mirada era una brasa
encendida penetrando mi carne-, volteó
la cara como siempre, ensayó el mohín de la vergüenza y luego bajó la cabeza en
señal de aprobación. Había estado a punto de decirle que se viniera con pollera
pero me contuve al pensar que podría asustarla.
Tuve suerte:
cuando se apareció al día siguiente, llevaba puesta una falda escocesa
ligeramente por encima de la rodilla. Sentí un leve escozor en los genitales al
imaginar el momento que mi mano derecha comenzaría a ascender por sus imaginables
muslos. Pero también me invadió un sentimiento de lástima al ver que
temblaba de manera casi imperceptible
cada vez que la miraba o le dirigía la palabra. Me di cuenta que estaba regalada.
No la hice esperar más de cinco minutos. A 100 metros de dónde se
encontraba, observé que se movía de un lado a otro mientras la bolsa con las botellas se le enredaba en
las piernas cada tanto.
El viento parecía moverse en zigzag, y yo sentía que
el frío penetraba a través de mi ropa.
Al salir para la cita, descubrí una luna nueva que se asomaba
por encima de un tejado acentuando el brillo en la incipiente oscuridad
invernal.
“Hola- le dije, besándola en la frente. Sí, bien digo, en
la frente. Pronto había descubierto que
el beso en la frente terminaba desarmando cualquier defensa femenina,
supuestamente inexpugnable.
“- ¡No sabés
cuanto hace que quiero hablar con vos!”
No me contestó. Durante unos momentos se quedó mirándome
fijo mientras yo observaba como sus labios temblaban ostensiblemente.
De pronto, sin decir palabra, extrajo de uno de los
bolsillos de su campera una pequeña esquela y me la entregó en forma
compulsiva, sin dejar de mirarme intensamente, como si quisiera decirme algo
con sus ojos. En esos momentos se me cruzó la idea de que ella quería que
leyera lo que estaba escrito. Pero la calentura era implacable, así que pronto
comencé a caminar en silencio hacia un ligustro cercano, imaginado lugar donde
pensaba franelearla.
Por eso guardé la esquela en el bolsillo trasero de mi
pantalón (me sentía tan en ganador,
que podía darme el lujo de dejar para más tarde la lectura de la palabra
escrita).
Entonces, ocurrió algo que jamás me volvió a pasar con
otra mujer: con sus manos me apretó los
brazos, y, literalmente, me empujó hacia el interior del cerrado ligustro.
Antes que pudiera reponerme de la sorpresa, se colgó de mi cuello y comenzó a
besarme en medio de entrecortados gemidos.
Sus labios se habían convertido en una ventosa, una
morsa carnal que oprimía mi boca.
Cuando llegué con mi mano derecha hasta su monte de Venus,
el temblor se había extendido a sus muslos; todo su cuerpo era un pequeño
terremoto mientras el sudor corría por
mi frente.
Acostumbrado a que la hembra humana jugase siempre un
papel pasivo, me sorprendí cuándo ella se bajó la ropa interior en medio de un
jadeo que crecía vertiginosamente.
Pese al frío que calaba los huesos; pese incluso al
entorno hostil- estábamos sumergidos
entre las ramas retorcidas del ligustro y a calle abierta-, el orgasmo llegó
igual. Y para mi sorpresa, fue compartido. Bueno, eso creo.
“¡¿Qué
sentís!?. ¡¿Qué sentís?! Me escuché de pronto gritar como un poseído,
buscando que ella liberara su timidez. Pero fue inútil. Sacudida por espasmos
musculares, el jadeo se había convertido en un ronquido gutural mezclado con el
sonido de la voz humana que pugnaba por salir desde el fondo de su tráquea.
En esos momentos y de manera repentina, la atraje
hacia mi pecho. Por primera vez en mi vida sentí que aquel acto voluptuoso
superaba la rutinaria toma de
genitales a la que estaba acostumbrado. De
todos modos, no pude decirle una palabra más. Ella se desprendió de mí
acomodándose presurosa la ropa interior, y después de levantar del suelo la
bolsa con las botellas, rápidamente se perdió
en la oscuridad.
Si mal no recuerdo, antes de marcharse, creo haber
percibido en sus ojos un gesto
suplicante (tardé muchos años en descubrir el mensaje oculto que guardaba
aquella mirada de angustia). Sólo en el momento de comenzar a aflorar la
languidez del orgasmo, comprendí lo que habíamos hecho y sentí temor. Por suerte, por la calle no circulaba
ningún transeúnte ocasional.
Lentamente, empecé a caminar hacia el negocio. Casi
instintivamente busqué la esquela que ella me había entregado. La leí:
“Estoy enamorada de vos. ¡No me dejes! ¿Te distes cuenta
que soy muda?”
José
Manuel López Gómez
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