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Un nuevo logro conseguido...

1 de febrero de 2013


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En el libro encontraremos los siguientes títulos:
  1. La sorpresa
  2. La mujer de los jueves no habla
  3. Otro amor, otros celos
  4. ¿Sos vos, César?
  5. El espectáculo más grande el mundo
  6. Mantis Religiosa
  7. No podía dejar de verte(Es "La chicharra del timbre...)
  8. Los peculiares orgasmos de un ex un empleado de Teléfónica"
  9. La gran sorpresa
  10. Mira las largas uñas de la Mujer
  11. Está bien que los agarren y los maten
Para conocer un poco más a nuestro escritor, a continuación te dejamos uno de los cuentos que comprenden el siguiente libro.

 “Amor sin palabras”

Mediados de 1959. No recuerdo bien el mes; pero sí tengo presente en la memoria que hacía frío. Junio, o julio tal vez. Trabajaba en un bar lácteo, propiedad de mi padre. Avenida Rivadavia; a dos cuadras de la estación Haedo.
Ella venía todos los días a comprar. Casi siempre lo mismo: dos botellas de leche, un pan de manteca  y cada  tanto, un pote de dulce de leche.
Pronto me di cuenta que era tímida. Para mi gusto, demasiado. Y para colmo, vergonzosa. Tímida y vergonzosa; je, parecen sinónimos pero no lo son.  
Siempre hablaba yo. Intrascendencias. Que frío hace hoy. ¿Tenés hermanos? Hoy vino congelada la leche. ¿Estudías, vos? Y ella nada. Una sonrisa a boca cerrada; a veces, a boca abierta; la cabeza ladeada; los ojos como dos persianas a medio abrir, pero siempre con las manos en movimiento, asiendo las botellas, dándoles vuelta, golpeándolas entre sí mientras trataba de introducirlas en una bolsa de red de boca angosta.
Transcurrió un mes sin pena ni gloria. Tiempo durante el cual la había visto sin mirarla. Invariablemente, a las cinco y media, seis menos cuarto de la tarde. Hasta que un día, pasó (Lo de mirarla, digo).
Recuerdo que por entonces, tenía la costumbre evaluar a las mujeres, de acuerdo a la primera impresión al cruzarme con ellas. Calificaba según las reglas del truco: el culo era el as de espadas; el ancho de bastos para unas caderas firmes; el siete bravo, un buen par de tetas; el de oros, unas buenas piernas. Los tres en general, eran los ojos; los dos, asignados a labios sensuales, y los anchos, la cabellera. El resto del mazo, valía sólo medio punto y  la mina lo ligaba según las pilchas que llevaba. Con respecto al puntaje-siempre del uno al diez- también tenía parámetros especiales: el culo valía tres puntos, las caderas, dos, las piernas y las tetas, un punto, y medio punto para el resto de sus atributos físicos.
¿Respecto a cómo era? Bien, gracias. De entrada me di cuenta que si quería evaluar de manera práctica, debería renunciar a qué tipo de pensamientos y sentimientos la dominaban.
Además, calificaba en cualquier territorio: en la calle, en el tren, a la entrada de un  cine, en un hospital; todo tipo de entorno era bueno para admirar  la figura femenina. ¿Cómo pensar en sopesar cuestiones espirituales, siendo que yo tenía una fijación por los atributos físicos? Por otra parte, las hembras se me venían de frente o las junaba de atrás. ¿Qué podía saber de las otras condiciones, cuándo ni siquiera cruzaba una palabra con ellas? (por supuesto que si esto se daba, comenzaba un flirteo y sólo así podía hilar más fino).
Con la práctica, había adquirido una pasmosa eficiencia.
Cuento esto para que entiendan que a la tímida y vergonzosa, la había calificado el primer día con un discreto puntaje total de seis puntos; o sea, discreto, discreto; tal vez por eso la descarté de entrada como para una aventura amorosa más.
Pero un día las cosas cambiaron. De pronto me di cuenta que había comenzado a observarla de otra manera(o tal vez lo hacía desde tiempo atrás y  yo no me había dado cuenta).
Ya se sabe: lo que no hace la indiferencia, termina haciéndolo la lujuria en trance imaginativo; así fue como los seis puntos originarios se convirtieron en ocho: las formas del culo aparecían más redondas, y las tetas, de un escuálido 75, yo las imaginaba de pronto rondando los 100 ó 110, tamaño de corpiño.
Por aquel entonces-18 años recién cumplidos- yo era un macho en celo permanente y cualquier animal del sexo opuesto- sin importar forma ni tamaño; ni viudas, ni solteras, ni casadas, como reza el tango- me venía bien para ejercitar mi equivocada hombría de entonces(ya se sabe, muchos confunden el machismo con hombría). El caso es que -pese a mi juventud- yo me había dado cuenta que había empezado a crecer en mí un morboso deseo: quería voltearme la minita, con el confesado propósito de ver si era capaz de arrancarle una palabra, ¡una maldita palabra de amor en el momento del orgasmo! Me decía: será tímida o vergonzosa, pero no hay mujer que en el momento de acabar, pueda resistirse al grito generado por la calentura.  Tal vez demasiada madurez de pensamiento para mi edad. Pero siempre dije que los pensamientos no suelen estar en consonancia con los tiempos cronológicos. Conceptos y sentimientos son hijos de la experiencia de cada uno. Bien pendejo, ya me había dado cuenta que la edad no es garantía de experiencia ni sabiduría.
Claro que aquella época no era como ahora, que te encaran ellas sin ningún tipo de hipocresía. Antes había que jugarla un poco de novio, y  más de una vez uno quedaba pagando.
Fue cuando me dije que era el momento de comenzar la tarea de “ablande” psicológico.
Mañana me gustaría que vinieras un poquito más tarde, ¿sí...? Y que cuándo salgas, me esperes a la vuelta,  por Las Bases… a unas dos cuadras de Rivadavia. Prometo que no voy a hacerte esperar más de un par de minutos".
Me miró-tuve la impresión que su mirada era una brasa encendida  penetrando mi carne-, volteó la cara como siempre, ensayó el mohín de la vergüenza y luego bajó la cabeza en señal de aprobación. Había estado a punto de decirle que se viniera con pollera pero me contuve al pensar que podría asustarla.
Tuve suerte: cuando se apareció al día siguiente, llevaba puesta una falda escocesa ligeramente por encima de la rodilla. Sentí un leve escozor en los genitales al imaginar el momento que mi mano derecha comenzaría a ascender por sus imaginables muslos. Pero también me invadió un sentimiento de lástima al ver que temblaba  de manera casi imperceptible cada vez que la miraba o le dirigía la palabra. Me di cuenta que estaba regalada.
No la hice esperar más de cinco minutos. A 100 metros de dónde se encontraba, observé que se movía de un lado a otro mientras  la bolsa con las botellas se le enredaba en las piernas cada tanto.
El viento parecía moverse en zigzag, y yo sentía que el frío penetraba a través de mi ropa. 
Al salir para la cita, descubrí una luna nueva que se asomaba por encima de un tejado acentuando el brillo en la incipiente oscuridad invernal.
“Hola- le dije, besándola en la frente. Sí, bien digo, en la frente. Pronto había  descubierto que el beso en la frente terminaba desarmando cualquier defensa femenina, supuestamente inexpugnable.
“- ¡No sabés cuanto hace que quiero hablar con vos!”
No me contestó. Durante unos momentos se quedó mirándome fijo mientras yo observaba como sus labios temblaban ostensiblemente.
De pronto, sin decir palabra, extrajo de uno de los bolsillos de su campera una pequeña esquela y me la entregó en forma compulsiva, sin dejar de mirarme intensamente, como si quisiera decirme algo con sus ojos. En esos momentos se me cruzó la idea de que ella quería que leyera lo que estaba escrito. Pero la calentura era implacable, así que pronto comencé a caminar en silencio hacia un ligustro cercano, imaginado lugar donde pensaba franelearla.
Por eso guardé la esquela en el bolsillo trasero de mi pantalón (me sentía tan en ganador, que podía darme el lujo de dejar para más tarde la lectura de la palabra escrita).
Entonces, ocurrió algo que jamás me volvió a pasar con otra mujer: con sus manos me apretó los brazos, y, literalmente, me empujó hacia el interior del cerrado ligustro. Antes que pudiera reponerme de la sorpresa, se colgó de mi cuello y comenzó a besarme en medio de entrecortados gemidos.
Sus labios se habían convertido en una ventosa, una morsa carnal que oprimía mi boca.
Cuando llegué con mi mano derecha hasta su monte de Venus, el temblor se había extendido a sus muslos; todo su cuerpo era un pequeño terremoto mientras el  sudor corría por mi frente.
Acostumbrado a que la hembra humana jugase siempre un papel pasivo, me sorprendí cuándo ella se bajó la ropa interior en medio de un jadeo que crecía vertiginosamente.
Pese al frío que calaba los huesos; pese incluso al entorno hostil- estábamos sumergidos entre las ramas retorcidas del ligustro y a calle abierta-, el orgasmo llegó igual. Y para mi sorpresa, fue compartido. Bueno, eso creo.
“¡¿Qué sentís!?. ¡¿Qué sentís?!  Me escuché de pronto gritar como un poseído, buscando que ella liberara su timidez. Pero fue inútil. Sacudida por espasmos musculares, el jadeo se había convertido en un ronquido gutural mezclado con el sonido de la voz humana que pugnaba por salir desde el fondo de su tráquea.
En esos momentos y de manera repentina, la atraje hacia mi pecho. Por primera vez en mi vida sentí que aquel acto voluptuoso superaba la rutinaria toma de genitales a la que estaba acostumbrado.  De todos modos, no pude decirle una palabra más. Ella se desprendió de mí acomodándose presurosa la ropa interior, y después de levantar del suelo la bolsa con las botellas, rápidamente se perdió  en la oscuridad.
Si mal no recuerdo, antes de marcharse, creo haber percibido en sus ojos  un gesto suplicante (tardé muchos años en descubrir el mensaje oculto que guardaba aquella mirada de angustia). Sólo en el momento de comenzar a aflorar la languidez del orgasmo, comprendí lo que habíamos hecho y sentí  temor. Por suerte, por la calle no circulaba ningún transeúnte ocasional.
Lentamente, empecé a caminar hacia el negocio. Casi instintivamente busqué la esquela que ella me había entregado. La leí:
 “Estoy enamorada de vos. ¡No me dejes! ¿Te distes cuenta que soy  muda?”

                                           José Manuel López Gómez


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